sábado, 26 de julio de 2008

Chez Lillas Pastia: Los hilillos y el comer

Con la venia, míster Vayón

Que digo yo que si usted no libra nunca, que hasta yo me canso leyéndolo, incluso ahora que me he tomado unas vacaciones y tengo más tiempo para el ocio inteligente. No, no piense mal, que no he acompañado al Emperador y sus centuriones a la patria de Pu Yi, allá se las apañen ellos con las equicientas partículas de CO2 por millón y las chiquimiles porras extensibles por losa cuadrada o romboidal. No, tampoco he hecho la ruta de las playas mediterráneas ni del bacalao, apenas tres días en la France neonapoleónica y luego vuelta a la piel de toro, que no está mi desacelerado bolsillo para dispendios, sobre todo teniendo en cuenta que, como bien sabe, soy de esos que gustan del buen comer y el mejor beber y por menos de 40 euros por cubierto no me molesto en poner un pie fuera de mi casa. Aunque, a fuerza de serle sincero, puedo asegurarle que cada vez me van quedando menos ganas de ponerlo (fuera de casa, el pie), y no crea que es por las polémicas churrientas aventadas por cacerolos mediocres con deseos de medrar ni por la pérdida de calidad gastronómica de nuestras mejores sartenes ni siquiera por la inflación, que donde antes ibas cuatro veces ahora vas tres y santas pascuas, es más porque uno tiene ya una edad y no está dispuesto a soportar lo que en muchas casas de comidas pretenden hacerte soportar. Que en multitud de restaurantes españoles aún pueda entrar cualquier tipo en bermudas o traje de armani a estropearte el solomillo de ternera en salsa de trufas negras con su apestoso marlboro resulta ya tan terriblemente patético que para qué le voy a contar, si hasta una de las mejores cadenas de hoteles nacionales permitía hasta no hace ni dos años fumar en la zona de desayunos, país de bárbaros. Pero eso casi no es lo peor, qué puede esperarse al fin de un gobierno ultrapopulista que mantiene a un ectoplasma con barba como ministro de sanidad... Lo peor es el hilillo musical con que te atormentan hasta en los comedores más reputados y prestigiosos. Hubo un santuario, hará ya un lustro, en la vieja, ancha y noble Castilla, de esos que no dejan de aparecer en las guías más célebres y encopetadas ni de serte recomendado por los amigos más fiables, que se me cayó al nivel de la ermita de aldea nada más traspasar el umbral, hasta me temblaban las piernas por la emoción, figúrese, al descubrir horrorizado a la orquesta de Paul Mauriat de fondo. La semana pasada rocé otra vez la catástrofe, cuando en la costa cantábrica, en un local de esos que se adornan, henchidos de hortera orgullo, con reportajes fotográficos de los personajes ilustres que suelen visitarlo, realeza incluida, tuve que solicitar a la amable camarera, entre compungido y abochornado por las miradas que me lanzaba mi partenaire sueca con cara de no entender nada, que si era posible que bajasen un puntito el volumen de Kiss FM, o “si pueden quitarla directamente, vaya” (espero que al menos sonase todo lo impertinente que pretendí que sonase, aunque allí siguió, si bien a menor volumen, el hilillo popero flotando entre las alcachofas y los boletus). Cien euros con su pico costó la fiesta, y eso que mi sueca era vegetariana (y seguirá siéndolo, supongo), no vaya a pensarse que le hablo de una taberna de puerto. Consultas de odontólogos y urólogos orleros, taxis prerrafaelistas, supermercados pantagruélicos,
posmodernos baretos y salones de toda categoría y condición, gimnasios purulentos, grandes almacenes y los chicos, boutiques rococós, hasta bancos y alfarerías te abruman ya con una música (o lo que sea que vomitan sus infectos altavoces) que nadie les ha pedido. ¿Hasta cuándo, lo sabe usted que es una persona sensible e instruida, hasta cuándo seguirán abusando de nuestra paciencia? Sabe qué le digo, que hace bien con su industriosa y solitaria dedicación literaria, en un búnker terminaremos todos, protegidos de la barbarie que nos asola, que ni comer tranquilos, sin humos y entre susurros, nos dejan ya.

Monsieur Pastia

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